Hay que ver JFK porque es un festival: un estallido de luz, de música, de vibraciones hechas con las tripas de la Historia, de símbolos, de sensaciones fervorosas, de buenas actuaciones. JFK atrapa, como pocas películas basadas en hechos históricos contemporáneos. Como si Stone, su autor, con esa furia apenas contenida, tuviera que revelar una verdad que le atenaza. Y, sin embargo, no se debe ver JFK esperando el desvelamiento de una Verdad. De hecho, la verosimilitud de lo narrado se consigue, a veces, falsificando conscientemente lo sucedido. ¿Cómo? Planteando que el asesinato del Presidente Kennedy se produjo porque quería acabar con la guerra de Vietnam o acelerar las reformas en el programa de Derechos civiles. O sea: elevando a los altares de una moral pura a quien era de ética más bien dudosa y oportunista. Con toda probabilidad, no eran esas las intenciones decididas del Presidente. JFK, así, ayuda a entender una parte de la ideología americana, a la búsqueda de una inocencia perdida. Es muy eficaz: mientras en EE.UU. haya malos, habrá buenos. En ese esquema el Derecho emerge como la espada del caballero, eficaz y poderosa, dentro de algunas contradicciones del sistema judicial norteamericano. Stone estrena próximamente un documental en el que se recoge la información sobre el magnicidio tras la apertura de fondos documentales en archivos del Gobierno. Con este motivo, en una entrevista, ha afirmado que no sabe quién mató a Kennedy -se revela algo más prudente que en la película- pero que sí puede afirmar que la versión oficial, la recogida en el Informe Warren, etc., no es cierta. JFK está transitando desde la Verdad a la duda como objetivo. Lo que, muy probablemente, es una buena noticia. Al fin y al cabo, las motivaciones de los asesinos, tras Trump, adquieren una nueva coloración. Y, sin embargo, este soberbio espectáculo de imágenes, sonidos y palabras no ha envejecido. El caso sigue abierto.
Por Manuel Alcaraz Ramos, autor de JFK, en la colección Cine y Derecho.